El Mago de Oz
(Lyman Frank Baum)​​​​​​​
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Los días de Dorothy eran más o menos iguales y, aunque se aburría a veces, suponía que estaba bien que fueran así. Vivía con sus tíos en una linda casa de campo, se divertía cuidando a los animales, jugando con su perro Toto y ayudando a los vecinos. Pero un día escuchó a una de ellas comentar que Toto era tan travieso y mal educado que esperaba que se perdiera y no volviera más. Espantada por el comentario perverso de la vecina, Dorothy corrió de vuelta a su casa, tan rápido que tropezó y cayó. Apenas consiguió recuperarse para entrar a su pieza tambaleándose y se derrumbó sobre la cama abrazada a Toto deseando poder escapar lejos, muy lejos de ahí.
Cuando despertó, media aturdida todavía por el golpe, Toto se asomaba por la ventana desesperado. Se levantó y no pudo creer que lo vio. La casa había salido volando en un espiral que la llevaba mucho más allá que las nubes más altas. Un tornado había soplado directo sobre la granja y había arrancado de la tierra todo lo que había a su paso. En un giro vio pasar el árbol con su columpio, en otro su bicicleta, el libro que había dejado sobre la silla mecedora del corredor, y así, uno a uno, fueron pasando y desapareciendo sus tesoros, devorados por el viento.
Cuando la corriente empezó a disminuir, la casa comenzó a descender, y cuando se detuvo por completo, Dorothy y Toto abrieron la puerta para confirmar que nada de lo que los rodeaba les parecía familiar. 
Unos personajes rarísimos y diminutos se acercaron a recibirlos entre las flores. La niña les pidió que le indicaran cómo volver a casa, las minúsculas criaturas se encogieron de hombros y con simpleza le recomendaron que siguiera siempre y sin sospecha el camino amarillo. 
Dorothy alargó la vista y pudo ver perfectamente un reluciente, sinuoso e interminable camino amarillo. Y apenas posó sobre esos ladrillos resplandecientes sus empolvados mocasines, se convirtieron en un par de zapatos rojos que centellaban bajo el sol. Iniciaron cantando una travesía que, sólo un poco más allá, les daría la primera sorpresa. 
- Hola - los saludó un espantapájaros.
- Hola - dijo Dorothy con naturalidad, pero inmediatamente se detuvo y se dio vuelta para confirmar que no estaba loca. Efectivamente, había saludado a un espantapájaros que se quitaba su sombrero con amabilidad mientras Toto le ladraba sin parar.
- ¿Hacia dónde van? - les preguntó
- Bueno. Queremos volver a casa. Nos dijeron que siguiéramos este camino amarillo.
- Este camino amarillo no creo que llegue hasta su casa. Pero sí los llevará hasta el castillo del mago de Oz que es capaz de conceder todos los deseos.
Dorothy y Toto se distrajeron pensando cuántos deseos pedirían. El espantapájaros los interrumpió.
- Y si no les importa, me gustaría acompañarlos. También quiero pedirle algo al mago de Oz.
- ¿Qué necesitas? Quizá nosotros podemos ayudarte - le ofreció Dorothy.
- Lo que necesito es... un cerebro. No quiero seguir siendo el señor de la cabeza vacía.
Quiero saber qué se siente tener una buena idea. Inventar algo que valga la pena.
- Ya veo. Claro. Eso nosotros no te lo podemos dar, pero podemos ir todos juntos. 
Niña y perro avanzaron un poco más intentando enseñarle a su invitado las canciones que él inmediatamente olvidada cuando escucharon una especie de quejido. Cada uno miró en una dirección. Toto comenzó a ladrar cuando vio un montón de chatarra arrumbada junto al camino. Era el montón lo que parecía lamentarse.
- ¿Qué te pasa? - le preguntó Dorothy con dulzura sin entender todavía a qué o quién.
- No sé - gimió mientras se desplegaba y aparecía, ahora veían, un hombre de lata.
- Entonces, ¿por qué estas triste? - intentó la jovencita cambiando la pregunta.
- ¿Estoy triste? No lo sé. No sé si estoy triste o contento. Si algo me gusta o no. Si quiero a alguien o prefiero alejarme porque no conozco mis sentimientos. No tengo corazón - les explicó el hombre plateado.
- ¡Pero qué cosa tan rara! - exclamó el espantapájaros - tú no tienes corazón. Yo no tengo cerebro. Vamos a ver al mago de Oz para pedirle lo que nos falta justo en este momento.
Ideas para mí, un camino a casa para ellos, sentimientos para ti. ¿Quieres venir?
El hombre de lata intentó ponerse de pie de un salto entusiasmado, aunque él no lo sabía, pero llevaba tanto tiempo derrotado al borde del camino que sus piernas y brazos estaban oxidados. Con la ayuda de sus nuevos amigos logró echar un poco de aceite por aquí, un poco de aceite por allá y, ahora sí, logró levantarse y partir, junto a los demás, siempre por el camino amarillo. 
Iban tan distraídos conversando, tatareando y fantaseando con lo que pedirían al hechicero que no se dieron cuenta de los muchos kilómetros que habían avanzado ni de lo cansados que estaban. Toto de repente se detuvo y se acostó debajo de un árbol en claro signo de protesta, exigiendo una pausa. A su lado se acomodaron los demás dispuestos a recuperar energías para seguir hasta el palacio del mago. De pronto, Dorothy se sobresaltó. 
- ¿Escucharon eso? Ahí detrás de los matorrales.
- No escuché nada, pero vamos a revisar - se ofreció el espantapájaros. El hombre de lata los acompañó también. Toto siguió con su siesta.
Se acercaron sigilosos, apartaron una a una las ramas hasta que apareció detrás, agazapado, un enorme león. Dorothy dio un grito de pánico, el hombre de lata le copió porque no tenía idea de que eso que lo remecía se llamaba miedo y cuando uno tiene miedo puede gritar así. El espantapájaros corrió lo más rápido que pudo afirmándose el sombrero. La niña retrocedió hasta cubrir con su cuerpo a Toto, segura de que sería la primera presa de ese león hambriento. Pero ninguno de sus temores se concretaría. Todo lo contrario. El león huyó despavorido en la dirección opuesta a la cuadrilla del camino amarillo y desde lejos lo escucharon suplicar.
- No me hagan nada, por favor. Haré lo que me pidan, pero no me coman, se los ruego.
- ¿Cómo? Pero si tú eres el león. Tú nos comerás a nosotros - respondió Dorothy extrañada, aunque acostumbrada ya casi a las más imposibles situaciones desde que había llegado ahí.
- Soy un león, pero soy un león cobarde, hasta el más inocente y pequeño animalito podría convertirme en su víctima.
- Eso es imposible - dudó Dorothy
- No lo es. Soy un león sin coraje. Me gustaría que, en un acto de magia, me llenaran el corazón de valor.
Los cuatro caminantes se miraron entre ellos. El hombre de lata se encargó de comunicarle al apocado león que iban a ver al mago de Oz para que hiciera sus deseos realidad. El león dudó un buen rato, asustado, pero lograron convencerlo y darle la bravura suficiente para que posara sus enormes garras en el camino amarillo y comenzara a andar.
Siguieron los cinco un buen rato. Dorothy empezó a extrañarse de que sus pies no se cansaran y de que avanzaran solos, como si supieran exactamente hacia dónde iban y supuso que, en esa tierra de curiosidades, donde nada es lo que parece y las cosas nunca salen como se planean, esos zapatitos rojos tan elegantes y distinguidos, eran incansables y tenaces compañeros de viaje.
A lo lejos, divisaron de pronto contra el sol, la torre del castillo del mago de Oz. Se abrazaron emocionados hasta que una risa truculenta y horrible casi los mata del susto, sobre todo al león. Vieron que era una bruja que se acercaba en su escoba y le gritaba a Dorothy: "¡devuélveme mis zapatos!"
La niña, que por ningún motivo se los quería entregar porque eran tan lindos y la habían llevado tan lejos, no supo qué hacer, nunca se había defendido de una bruja. En un impulso, le arrebató al espantapájaros su sombrero, lo llenó de agua en el río que corría junto al camino amarillo y se lo tiró a la bruja que pareció evaporarse de su escoba que cayó al suelo y se partió en mil pedazos. También cayeron los calcetines insoportables a rayas blancas y negras de la bruja horrenda. 
Temblorosos todavía, retomaron la marcha, ahora sí, hasta la puerta del palacio del mago de Oz.
Golpearon. Esperaron en silencio cada uno desde su necesidad. Expectantes Dorothy y Toto, con una sonrisa boba sin saber exactamente qué pensar el espantapájaros; serio y sin saber exactamente qué sentir, el hombre de lata y aterrado detrás de todos ellos, el siempre espantado león. Nadie abría. Empujaron suavemente y entraron.
Se habían detenido en una sala inmensa y fastuosa, llena de pilares y pinturas y muy precisamente iluminada por el sol que resplandecía desde el techo, cuando escucharon un vozarrón inquirirlos:
       "¿Quiénes son ustedes y a qué han venido?"
Uno a uno fueron deteniéndose bajo el gran rayo de sol y presentándose ante el mago de Oz. Le pidieron lo que esperaban obtener de sus conjuros. Mientras los hacían, Toto se había escabullido por las sombras. Cuando todos terminaron de pedir sus deseos, empezó a ladrar. Pero no estaba pidiendo sus deseos, les estaba advirtiendo a los demás que detrás de un gran muro, junto a un enorme sistema de sonido atronador, había descubierto a un viejito elegantemente vestido que hablaba con ternura en realidad. Él era el mago de Oz, un anciano generoso y con algunos poderes que, para no ser acosado por brujas y espíritus codiciosos que le pedirían deseos egoístas, se había escondido y echado a correr la leyenda de que era un gran, temible y poderoso hechicero.
Luego de explicarle todo esto a Dorothy y sus amigos les dijo que, como sus deseos no eran difíciles de conceder, los haría realidad. Entregó al espantapájaros una cajita con un cerebro lleno de ideas que cabía perfecto debajo del sombrero. Al hombre de lata, un inmenso corazón a cuerda que, mientras más cuidara, más sentimientos tendría. Un rugido nuevo y lleno de valor para el león que lució de melena a cola su nuevo coraje. Un hueso delicioso y tremendo para Toto que no había pedido nada.
- Para ti Dorothy- dijo el mago- el secreto es que, en el fondo, siempre sabes cómo volver.
Solo debes caminar un poco más y repetir "en ningún lugar estas mejor que en casa". 
Se despidieron del mago y le dieron las gracias. Al salir de nuevo del camino amarillo, cada uno tomó una dirección diferente. Dorothy golpeó tres veces los tacones de sus zapatos rojos y dijo: Bueno, Toto. Aquí vamos. En ningún lugar estás mejor que en casa.
Siguieron avanzando los dos, tal como habían empezado. De pronto vieron desde la orilla del camino un maravilloso campo de amapolas. Caminaron hasta ahí, el soplido de las amapolas los hizo sentirse cansados y decidieron aprovechar de dormir un poco.
En ningún lugar estás mejor que en casa. En ningún lugar estás mejor que en casa, siguió repitiendo Dorothy en sus sueños.
Cuando despertó, Toto seguía a su lado. Pero estaban ahí también su tía, su tío, algunos vecinos que le parecieron extrañamente similares al espantapájaros, el hombre de lata y el león. La acompañaban hacía muchas horas, preocupados por el profundo sueño en que había caído y le contaron que la vecina que detestaba a Toto había decidido marcharse arrepentida porque temió haber cometido un terrible error.
La niña se alegró de la noticia y levantó la frazada con que la habían arropado para salir de la cama y abrazar a sus tíos. Fue entonces que vio el resplandor escarlata de sus zapatitos y confirmó que se habían quedado con ella. Suspiró aliviada y repitió: En ningún lugar estás mejor que en casa.


*Versión Bárbara Espejo

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