El Gigante Egoísta
(Oscar Wilde)
Escucha aquí tu cuento
¿Cuántas casas hay entre la tuya y el colegio? Seguro las has contado. Y si no las has contado, te las sabes de memoria. El portón de madera que se va deslavando con la lluvia cada invierno. La casa verde que antes era blanca pero de los dueños nuevos decidieron pintar. La con las flores de colores detrás de la reja y, si estás de suerte cuando vas caminando, tratas de alcanzar a ver si te llevas una. Hay casas a las que te gustaría entrar. y otras a las que por ningún motivo.
Este era un grupo de niños que volvía del colegio siempre por el mismo camino y le gustaba entrar a jugar siempre al mismo jardín, pero cómo no, si era el jardín más lindo de todos: con el pasto suave y claro, flores de absolutamente todos los colores y los pájaros, paraditos sobre las ramas de los árboles inmensos, cantaban tanto y tan bien que los niños, muchas veces, dejaban de jugar para escucharlos como si fuera un concierto. El problema era que el jardín era de un gigante egoísta, que lo quería sólo para él.
Los amigos aprovecharon una ocasión en que estaba de viaje y durante algunos meses no regresaría. Acordaron entonces disfrutar y cuidar el lugar hasta que el gigante volviera. Seguro se enterarían. Todos lo verían llegar. Era un gigante.
Pero el gigante llegó una noche muy tarde y cuando su malhumorado dueño los vio hacer una ronda desde su torre, bajó con sus botas enormes y pesadas y en dos zancadas estaba ya junto al sauce de las coronas y rugió: ¡qué hacen aquí!
Los niños no corrieron porque sentían las piernas como si fueran de jalea, desobedientes y lentas. Pero empezaron a caminar despacio hacia la salida mientras el gigante seguía balbuceando y quejándose, ya no escucharon bien de qué.
Al día siguiente, al pasar el jardín el portón estaba cerrado y tenía un horrible cartel que decía:
Prohibida la entrada.
Se habían quedado sin jardín.
Intentaron encontrar otros lugares donde jugar juntos, pero, nada se parecía a ese y a veces trepaban una muralla para mirarlo desde afuera y se consolaban recordando lo bien que lo habían pasado ahí.
Los pájaros los echaron de menos y los salieron a buscar por toda la ciudad. No les parecía nada divertido cantar y silbar, si nadie los escuchaba. Las flores, sin risas de niños y sin canto de pájaros se entristecieron tanto que decidieron que esa primavera no iban a despertar.
El frío y el hielo, en cambio, estaban de fiesta. Al notar que la primavera no vendría, sacaron sus trajes más elegantes y dieron vueltas por el jardín del gigante entumiéndolo todo. Llamaron al viento a su fiesta invernal. Sopló y sopló botando chimeneas y árboles en una danza tan helada que hasta el granizo llegó aporreando todo lo que quedaba. Y fue como si el jardín se detuviera. Ya nada se movía ni brillaba.
Pasaron muchas semanas hasta que un día el gigante se paró frente a una de sus tremendas ventanas y se rascó la cabeza mientras preguntaba a media voz, a sí mismo porque quién iba a querer vivir con alguien tan egoísta: ¿No debiera ya ser primavera?
Pero la primavera no llegó. Ni el verano. Más allá de sus muros y sus carteles amenazantes, sí. Hubo flores, helados, batallas de agua campales entre niños que se sacudían de risa, empapados para pasar el calor. Y luego llegó el otoño con sus tijeras doradas que todo lo tiñen antes de cortarlo y los árboles lucieron sus abrigos rojos o amarillos y después las ramas aprovecharon de lucir sus ángulos más increíbles. Nada de esto pasaba en la casa del gigante donde siempre zumbaba el invierno.
Una mañana el gigante despertó temprano y cada parte de su cara pareció emprender un rumbo propio: las cejas se arquearon, los ojos se abrieron, la nariz se arrugó, la boca se abrió de golpe. ¡Había música en su jardín! Pensó que pasaba por ahí la orquesta de la ciudad, ¡pero NO! Era una bandada de pajaritos que entonaba himnos emplumados porque... ¡porque los niños habían vuelto! El corazón del gigante dio un salto y por un momento no supo qué sentir.
Recorrió con sus ojos enormes de gigante su tierra florecida y se detuvo en el sauce. Los niños estaban arriba inventando cuentos disfrazados con varas y hojas que el árbol les prestaba para enrollarse. Solo un niño permanecía abajo. Era el más chiquitito y no podía subir. Los demás lo intentaban ayudar pero se resbalaban y les daba miedo caerse. Y bueno, en realidad tampoco se querían bajar.
"Qué egoísta he sido", pensó finalmente el gigante. "La primavera no venía porque los niños no podían entrar".
En dos, tres, cuatro pasos el gigante estuvo de pronto ante al sauce que se veía diminuto frente a las piernas larguísimas que eran como dos edificios de los más altos que tú puedes imaginar. 
El árbol tembló. Los niños también temblaron, volvieron a palidecer como fantasmas y las piernas (esas pobres piernas llenas de parches y moretones de tanto jugar y trepar) empezaron a derretirse.
El gigante los miró fijo. Uno por uno. Luego miró al más chiquitito que permanecía en el suelo. Se agachó todo lo que pudo, estiró uno de sus brazos como si fuera una carretera entera y luego extendió una mano como un puente levadizo. El más chico de la pandilla era el menos miedoso de todos. Le sonrió al gigante y se encaramó en esa mano tremenda. Sus amigos dieron soplidos de pánico porque no sabían qué iba a pasar, no sospechaban de lo que el gigante era capaz. Pero el gigante dejó con mucho cuidado al niño sobre el sauce. Y el sauce, le entregó una corona al gigante que ya no quería ser egoísta.
*Versión de Bárbara Espejo.
Back to Top